lunes, 10 de diciembre de 2007

OROÍÑA

La Tierra era una gran masa incandescente y Olofin sintió tanto calor que envió a Yemú a apagar el fuego. Tras largos días de trabajo, estaba extenuada, pero la candela había desaparecido de la superficie.

El agua corría de los lugares más elevados a los más bajos, tan largo era el camino que el dulce líquido cuando llegaba a su destino se tornaba salado, así fueron naciendo los ríos y los mares. Oroíña, el fuego que había quedado preso en el centro del planeta, no estaba conforme con su destino y fue a ver a Olofin quien le reprochó su actitud anterior, pero con su bondad y sabiduría habituales dijo: “Estás pagando tu culpa, mas para que nadie te olvide, cada cierto tiempo te prestaré la loma y por ella dejarás oír tu voz y mostrarás tu descendencia.”

Por eso, cuando menos lo esperamos, un volcán nos espanta con su ruido, que no es más que la voz de Oroíña, y Agayú, su hijo, devora los sembrados y se adueña de la sabana.
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